miércoles, 23 de junio de 2010
lunes, 14 de junio de 2010
mal de ojo
sábado, 5 de junio de 2010
Todo lo que sucede, sucede en segundos
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son. (Amor 77,Julio Cortázar)
Entonces (digo entonces porque se supone que "el resto" es resultado de un acontecimiento anterior pero no estoy segura de que lo anterior sea sólo un acontecimiento ni que el hecho posterior sea resultado de algo por lo cual digo también que se supone. También digo entonces porque suena bien y porque en todo caso, algo tendrá que ver.)
Salí. No. Primero bajé las escaleras. O mejor primero abrí la primera puerta. La puerta roja. Y estaba oscuro. Al principio no del todo apagado porque de adentro todavía una luz amortiguaba la oscuridad que más adelante nacería de las paredes escalera abajo y una sensación de antigüedad humedecida, o de humedad antigua. Eso sobre todo. Estaba lo suficientemente abrigada, casi rozando el exceso, pero en el lapso que se sucede entre el adentro y el afuera, suele estar más fresco. Pienso que más allá de la humedad y la falta de sol, es que el cuerpo se va a adaptando a la nueva situación de estar más solo que acompañado.
La escalera no es demasiado larga sin embargo se distingue por su tan extraña cualidad de "atmósfera", de "otra cosa", como una extensión de eso que es muy común y que se llama escalera.
La extensión no se sabe muy bien donde, o por qué está. Es claramente el ínterin entre el mundo real y el absurdo, ambos tan reales y tan absurdos, cada uno a su tiempo, ese ínterin es lo que vuelve a ese espacio arquitectónico que va desde la puerta primera, la roja, hasta la puerta segunda, la negra, un lugar particularmente bello pero no del todo amable.
Dejaba atrás una luz y a un hombre amándome, volvía avanzando a mi más eventual soledad, con la que me iba a encontrar a penas cerrara la puerta de calle.
De todas formas no sentí el fresco. Estaba pensando en otra cosa. Básicamente me ocupaba de pisar firme, de tocar la baranda a la izquierda y la pared a la derecha, bajar peldaño por peldaño con animosa velocidad para que ese lapso terminara, no por miedo a caer sino por la oscuridad apelmazada sobre mis espaldas y en mis ojos, algo como una amenaza dulce y lenta. Caminé por ese pasillo muchas veces y sin embargo en este último escalón tuve la sensación de que no sabía que iba a venir después: Al final de la escalera, otra vez una claridad vaporosa y un alivio consecuente. Pero aún así caminé despacio. No había voces de vecinos. En la casa del fondo no estaban los obreros trabajando porque eran las 7 de la tarde. Igual miré hacia atrás, esperando algo. Por suerte no pasó nada. Cuando miré hacia adelante nuevamente, el obvio y redundante encuentro con la bastante oscuridad (más que la poca luz), y fue como mirar arriba, a donde estaban él, dos gatos y una perra, un mate frío, un todavía olor a mi en las sábanas, que son solamente y - sobre todo- nuestras.
Volvía avanzando y me dejaba invadir por un espesor, una idea de fin y de nuevo comienzo, me dejaba apretar por un deliberado sentido de libertad, de libertad máxima, hermosamente grosera, caóticamente perfecta y era un pasillo y siempre una oscuridad mediadora.
Pensé que el último escalón, que es como el pre-acceso al mundo estaba más cerca de mí, así que realicé el movimiento adecuado para bajar y el escalón no estaba. Me confié entonces en que estaría más lejos pero apareció justo un paso después del paso erróneo, por lo que me tropecé y fue como otro despertar. Tuve miedo de estar mareada así que me apresuré a caminar, ya no hay más escalones ahora. Primera certeza. Estaba saliendo ya de la atmósfera para penetrar en la otra. Casi llegando, escuchar el esbozo de autos, gente y luces como un gesto de bienvenida. La última vuelta y el pasillo ya es todo luz tenue, luz de farol, amarillenta de calle de ciudad, de calle esquina de avenida, por el vidrio el quiosco de enfrente cerrado. Eso fue alegre, es sábado y todavía es temprano para vender, la gente aún en sus casas mirando tele o tomando mate, o huyendo disimuladamente del frío que atardece en el parque vecino.
Abrí la puerta, la segunda, la negra, que es muy pesada. No lo suficiente como para molestarme. Un calor. Fue un calor o una levedad cálida, un aire de primavera, yo olía a perfume de bebé y eso no me gustaba porque era una mujer saliendo a la calle en un barrio tan porteño y tan adulto, no acorde a esa frescura inocente con la que me predisponía a andar. Ni siquiera acorde a mi secreto perfume de bebé. En la esquina la riña clownesca entre Villa Crespo y Paternal y otra vez esa idea (ese estado) de pasaje, de irme de acá para llegar allá.
Me sentí agradecida por la calidez de la incipiente noche, incluso por la vehemencia y esa tan agresión de mi ciudad, impecable y acogedora agresividad urbana en una mentirosa noche de otoño mintiendo primavera,
Y los dos gatos y la perra todavía esperándome y todavía tiempo para calentar ese mate.
No tuve necesidad de meter mis manos en los bolsillos, lo cual fue otro signo de bien-estar, porque los bolsillos de mi tapado son incómodos y porque si meto las manos ahí significa que tengo frío o miedo, o las dos cosas y en este caso no había nada más que una decisión implícita e indefectible de caminar largo y tendido. Asumo esto como la segunda certeza (mundo real.) Así fue, y lo que siguió después fue sólo mi barrio, los autos, gente en bicicleta, quioscos y un restaurante chino con muchos chinos y peruanos cenando temprano o almorzando tarde. En ese momento “supuse con seguridad” que tenía que escribir al menos algo de todo lo que estaba percibiendo. Así fuera lo más horrible y sinsentido que hubiese escrito nunca. Tercera certeza. (del mundo real tiendo a escaparme y no puedo contra eso)
En ese primer encuentro salvaje con la otra realidad, un olor a libros. Olor a gráfica, a papel, a papel viejo, a libro oscurecido y perfumado por el tiempo y algún viejo con anteojos que también olería a usado. No más que eso.
Creo que lo que me terminó de acomodar en el mecanismo rutinario de caminar por un barrio fue la crueldad con que una panadería me asaltó el olfato, olor a factura y pan, un olor conocido y denso que asesinó a mi vaga poética secamente, rapidito y sin dolor. Ya estoy hundida en la certeza.
Ahí podría decirse que sencillamente tuve que caminar y mirar. No pude hacer ningún tipo de apreciación más que notar papeles en el piso y pensar en Sartre y su demencia y su suciedad, o en la maga porque antes citaba a., y su otra desprolijidad sin sucio evidente, y tratar de decirme que eso era cosa de locos, que yo no podía levantar del piso papeles pisoteados o una cáscara de banana rancia, así que solamente miré la mugre, porque era mucha y era claramente mugre desde Viale hasta Donato Álvarez sobre San Martín. Y miré también a algún que otro ente de los que andan por el barrio saliendo de resacas o entrando con urgencia en ellas, ya no había más resistencia, comenzar a sudar, volver a mi estado de persona normal en el mundo un Sábado a la noche, donde lo que se hace es esperar, olvidar todo lo anterior y dedicarse a reírse y charlar.
Algo más habría que decir al respecto, pero no se me ocurre. Porque tengo que ir a bañarme, porque todo lo que hice en este tiempo en que llegué al mundo nuevamente, fue pensar en cómo llegué. Por lo cual todavía sigo llegando y bañarme probablemente me ayude a adaptarme sin problemas y arribar de una vez por todas, como para no hacerlo más repetitivo de lo que ya es.
Hipotéticamente haría eso esta noche, pero hay además un todavía olor a mi en una sábana y queda hacer una cama, que hoy es de pronto el acontecimiento más oportuno y memorable del mundo, porque es una cama para dos, es una cama de cuentos, de canción y de locos, eso es un poco vivir en la ciudad y tener una única y sustancial razón para hacerlo.