Ejercita con compulsión la facultad del olvido, casi rozando la obsesión, la parte de la náusea, se apresura, y es como un golpeteo, algo que hierve, o la transpiración fría y gruesa del cansancio más sentido, de la enfermedad, ejercita y ejercita la facultad del olvido y no va a parar hasta volverlo crónico, un olvido perpetuo, una repetición eterna del vacío, la nada ofreciéndosele inagotable, una experiencia que solo nace para morir, una vivencia que existe sólo en el instante preciso en que se prepara para deshacerse tras una puerta que se cierra para siempre.
En cada huella está la búsqueda de ese milagro que vuelva llano lo andado, la búsqueda tibia y constante del fin, esa boca negra y honda que mastica y destruye suavemente y desmorona la memoria, y al pasado lo vuelve tierra, fruto, aire, nada.
Y entonces el alivio, el descanso, la alegría del nacimiento o del renacer, no hay nada para recordar, no hay nada para recordar y es para siempre.
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